En su libro Los Salmos: El libro de oración de la Biblia (Editorial Desclée de Brouwer, Bilbao), Dietrich Bonhoeffer enseña sobre los Salmos y la oración. Estas son algunas de las frases destacadas de este recurso:
Es un error peligroso, que de hecho está hoy muy difundido en el cristianismo, pensar que el corazón humano puede orar por naturaleza (p. 16).
Orar no significa únicamente abrir el propio corazón, sino más bien encontrar el camino que conduce hacia Dios para dialogar con él, esté nuestro corazón lleno o vacío. Pero nadie es capaz de hacer esto por sus propias fuerzas; para ello necesita a Jesucristo” (p. 16).
Oramos rectamente cuando nuestra voluntad y nuestro corazón entero se unen a la oración de Cristo. Sólo en Jesucristo podemos orar y también con él somos escuchados (p. 17).
Si queremos orar con confianza y con alegría, es necesario que la palabra de la Sagrada Escritura sea el sólido fundamento de nuestra oración (p. 17).
No es la pobreza de nuestro corazón, sino la riqueza de la Palabra de Dios la que debe determinar nuestra plegaria (p. 19).
Los Salmos se nos han dado para que aprendamos a orar en el nombre de Jesucristo (p. 19).
Cuando los discípulos le pidieron que les enseñara a orar, Jesús les dio el Padrenuestro. Toda oración está contenida en él (p.19).
Todas las oraciones de la Sagrada Escritura se hallan recogidas en el Padrenuestro y asumidas en su inconmensurable inmensidad. Por consiguiente, la Oración del Señor no hace superfluas las demás oraciones bíblicas, sino que éstas muestran la inagotable riqueza del Padrenuestro, del mismo modo que éste es su consumación y el vínculo que las une (p.19).
Las oraciones de David eran al mismo tiempo oraciones de Cristo o, mejor dicho, era Cristo quien las elevaba en su precursor David (p. 21).
Si una comunidad cristiana pierde el Salterio, pierde un tesoro incomparable. Pero si lo recupera, se enriquece con fuerzas insospechadas (p. 25).
Los preceptos divinos dan seguridad a nuestros pasos y hacen gozoso nuestro camino (p. 30).
Tal vez nos parezca particularmente difícil el Salmo 119 por su extensión y monotonía. Aquí nos resultará provechoso proceder palabra por palabra, frase por frase, lenta, tranquila y pacientemente. Descubriremos entonces que las aparentes repeticiones son en realidad aspectos siempre nuevos de una sola realidad: el amor a la Palabra de Dios (p. 30-31).
Los salmos nos enseñan, en definitiva, a dar gracias a Dios por Cristo y alabarlo en la comunidad con el corazón, la boca y las manos (p. 39).
Sólo por Jesucristo, y porque él nos lo ordena, podemos pedir los bienes de la vida, y por él debemos hacerlo también con confianza (p. 40).
El Salterio nos enseña abundantemente a presentarnos como debemos ante Dios en los numerosos sufrimientos que el mundo nos depara (p. 41).
El salmo de venganza conduce a la cruz de Jesús y al amor de Dios que perdona a los enemigos. Yo no puedo por mí mismo perdonar a los enemigos de Dios. Sólo Cristo crucificado puede hacerlo, y yo puedo a través de él. Así, el cumplimiento de la venganza se convierte en gracia para todos los seres humanos en Jesucristo (p. 55).
Hoy puedo creer en el amor de Dios y perdonar a mis enemigos sólo a través de cruz de Cristo y el cumplimiento de la venganza de Dios (p. 56).
Citando a Lutero: “Nuestro amado Señor que nos enseñó a orar y nos dio el Salterio y el Padrenuestro, nos concede también el Espíritu de la oración y de la gracia para que oremos con gusto, con una fe seria, recta y incesantemente, porque lo necesitamos. Esto es lo que nos mandó y es cuanto espera de nosotros. A él la alabanza, la gloria y la acción de gracias. Amén” (p. 57–58).